
Mientras Colima sigue siendo reconocido como el estado más violento del país y su capital destaca entre las ciudades más peligrosas del mundo, la gobernadora Indira Vizcaíno Silva parece haberse refugiado en una realidad alternativa: la de los acuerdos, las fotos, las sonrisas y las frases inspiradoras. Ella no cambia la puesta de escena, pese a los múltiples llamados de la sociedad colimense a que ponga manos a la obra.
Encuentros con alcaldes para “compartir opiniones”, ceremonias de toma de protesta para generales y líderes empresariales, entrega de becas, la firma de convenios y aplausos al Plan México Fuerte de Claudia Sheinbaum. Todo ello aderezado con términos como “bienestar”, “transformación”, “compromiso” y “esperanza”. Una puesta en escena meticulosamente diseñada para las redes sociales, donde las apariencias glosan más que la realidad y lo auténtico se ve reemplazado por su representación, tal como lo postuló Guy Debord en “La sociedad del espectáculo”.
En sus plataformas sociales, la gobernante exhibe una actividad incesante. Sin embargo, el problema no radica en la programación, sino en su desconexión de la tragedia diaria: extorsiones, asesinatos, desapariciones forzadas, cadáveres envueltos, comunidades sometidas a la delincuencia. Ante eso, no dedica una sola palabra significativa. Carece de análisis, no se asume responsabilidad y no hay autocrítica.
Como especialista en derechos humanos, Indira Vizcaíno debería ser un modelo de gestión centrada en la dignidad de las personas. No obstante, en la realidad, actúa como si Colima fuera un estado pacífico. Una especie de “república de la ilusión” donde todo aparentemente está controlado, aunque la sangre continúe fluyendo por las calles.
Porque mientras ella aplaude iniciativas nacionales y reparte tarjetas de banco, la esperanza sigue desvaneciéndose en Colima.